Para Silvia Gómez, quien nos sorprendió recién
con la revelación de haber sido alumna del liceo Jáuregui
HUBO UN TIEMPO EN QUE A LO MEJOR VEIA DURO, TAL VEZ PORQUE TODAVÍA ERA CAPAZ DE MIRAR, Y EL QUE VE MIRA DOS VECES, VE LO QUE ESTÁ VIENDO Y ADEMÁS ES LO QUE ESTÁ VIENDO O POR LO MENOS PODRÍA SERLO O QUERRÍA SERLO O QUERRÍA NO SERLO, TODAS ELLAS MANERAS SUMAMENTE FILOSÓFICAS Y EXISTENCIALES DE SITUARSE Y DE SITUAR EL MUNDO... Julio Cortázar
La calle tiene muchos árboles, aunque por efecto del otoño van quedando pelados de hojas y queda expuesta la enramada. De noche está muy iluminada, para cuidar que nadie entre o que no se escapen, según se vea.
Ya lo hace seguido, cada madrugada entre tres y cuatro. Parece que ensaya porque comienza de a poco y de repente es como si abriera las fauces todas y sale ese sonido ronco y prolongado como de piedra, y seguro agita la cabeza. Con los gatos del jardín aprendí a adivinar sus estados de ánimo por el movimiento de la cola, con él debe ser igual. Aun no lo visito, pero tenemos seis meses conviviendo.
El león volvió a rugir anoche. Durante el sueño no da miedo pero encanta.
Apenas si nos cruzamos en el ascensor, aunque generalmente uso el de carga para no encontrarme con nadie, de manera que los he visto poco. Una pareja que sale con cochecito, una señora muy viejita que siempre sale sola y un par de adolescentes. Del resto nada.
Pero recién di con otro vecino, el de la foto, a sólo unas cuadras de mi edificio. Siempre meditando, aun en estado de bronce.
Al pie de la estatua una frase de Albert Einstein, dice algo sobre lo difícil de creer para las generaciones futuras que un ser humano así haya caminado sobre la tierra. Curioso legado el de la Mahatma Gandhi, nos regala también la incredulidad.
A mediados de los 80´, un amigo me entregó un montón de fotocopias ya muy trajinadas, las cedió como quien se desprende de un tesoro. Era la copia de un poemario: Sobre la grama, el primero de la nicaragüense Gioconda Belli. Poesía erótica y comprometida con el decir de una mujer aguerrida y sensual. ¡Vaya descubrimiento!
Las recibí en la universidad de manos de Yahín Arteaga y después siguió su recorrido entre otros amigos, a todos no pasaba igual; desde las primeras páginas nos reconocíamos como cofrades deslumbrados, vasallos prestos a rendir tributo, eran además los últimos años de la esperanza sandinista.
Pasarían más de 10 años para que consiguiera otro de sus libros, para visitar la escritura cifrada de feminidad de la nica en De la costilla de Eva, que otro amigo me trajo de Nicaragua y que ya no tengo en mi biblioteca, porque con los libros de Gioconda me pasa que siempre los presto, insisto para que otros la descubran. Desde entonces he podido disfrutar de su escritura desdoblada, entre sus novelas y su poesía, mujer sin concesiones en lo político y con la palabra, pues su decir es de mujer, no imita la literatura dominada por los hombres.
A mediados del 2008 la autora ganó el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral en su cincuenta aniversario con la novela El infinito en la palma de la mano. Literatura difícil de clasificar la de éste libro, quizá sea una obra de cierre simbólico, que remite a arquetipos y temáticas ya exploradas en el resto de sus libros: la mujer, lo erótico, la justicia, sexo, hijos, amor; todo desde el principio ¡Desde el principio en el Edén, con Adán y Eva como personajes!
Gioconda Belli hace lo que tantos escritores han olvidado hoy en día: contarnos una historia. Es así que nos cuenta sobre el Edén y el surgimiento de los primeros problemas humanos, los de la convivencia. Sólo que esta vez es Eva quien tiende el hilo, el comienzo de la historia como responsabilidad y no culpa de la mujer. Desde la fuerza evocadora de los primeros conflictos de la primera pareja, que todavía siguen siendo, nos sumergimos en un universo simbólico, donde todo está por suceder por primera vez, aún la rudeza de la expulsión del Paraíso, el descubrimiento del amor o el sexo, el avistamiento del mar.
Decía Jung que hemos desposeído a todas las cosas de su misterio y numinosidad, que ya nada es sagrado; en esta novela religamos por medio de una historia que creíamos conocer muy bien y que nunca detallamos en su riqueza simbólica. Desde la expulsión del Paraíso caminamos por fuera de las murallas del edén, volver siempre será una empresa circular, una nostalgia retenida en los huesos. El primer y último camino.
Esta lectura nos insiste que el conocimiento adviene de una sensación multiplicada: al morder el fruto prohibido, se derraman aroma y jugo. El placer de la sensación… que abre la posibilidad de rendirse ante la suavidad exquisita de la piel de la mujer. Boca y piel y fruta. El conocimiento desde el cuerpo.
Nos sucedió algo interesante a medida que avanzábamos en la lectura. Eva iba ganado cualidades de su autora; Gioconda Belli quizá más entrometida que nunca en su propia literatura. Más incluso que cuando escribe poemas sobre la maternidad o narra los momentos más álgidos de la lucha sandinista. Aún más que en El país bajo mi piel, libro biográfico donde rinde cuentas con la dirigencia del sandinismo. Más que en muchos poemas donde deja la piel en la página, y el sudor y las lágrimas. Aparecen los contornos de una Eva nicaragüense, con una unión de imagen y sentimiento, que nos alumbra el surgimiento arquetipal de las varias mujeres que Gioconda contiene. Porque en este libro sentimos que se visita a sí misma y a su obra.
Entre ríos y quebradas se cuentan veintisiete en todo el estado, siguen siendo la fuente del agua que surte la zona, delinean la montaña formando parte de los miedos y las querencias de los guaireños, bien vale su nominación, limpiar su nombradía de espanto, encontrarnos en sus cauces con otro sentir; para que el horror no se convierta en la referencia geográfica: Chichiriviche, Tacagua, Uricao, Curucutí, Picure, Mamo, Piedra Azul, Cariaco, Osorio, Macuto, El Cojo, La Llanada o Camurí Chico, San Julián, Quebrada Seca, Cerro Grande, Uria, Naiquatá, Camurí Grande, Care, Anare, Los Caracas, …
La Guaira entre la memoria y el olvido
La primera fotografía. Salir al patio en pijama y usar la Polaroid que me regaló Romer, (debe ser abril o diciembre), debo tener 8 o 9 años.
Aun conservo esa foto, oscura, borrosa, con la bruma del amanecer y la memoria, es curioso, se supone que a partir de las fotografías, “que congelan imágenes en el tiempo”, recordamos eventos, situaciones o personas; con esta imagen me ocurre lo contrario. Tengo impreso en la piel el frío de esa mañana, el aire suave que baja muy temprano desde La Silla de Caracas, los colores del amanecer, el viento que sopla de tierra que mi padre presintió cuando le puso el nombre a la casa, porque a pesar del calor continuo del día siempre bajaba de la montaña un terral refrescante.
Como decía, el recuerdo está fresco después de treinta años. El levantarme con sigilo y ansiedad, para no despertar a los demás en la casa y por probar la cámara que saca fotografías instantáneas. Luego de abrir con cuidado la puerta corrediza que da al patio salgo y comienzo a ver por el visor de la máquina; que recuerdo grande, pesada y negra, ajustando los posibles encuadres.
La definición perfecta me la da enfocar al sur, voltear, porque la costa siempre es el frente, y encontrar justo La Silla de Caracas que resguarda nuestra casa en Los Corales. Después ensayaría tomando fotografías en el patio, a los frutos de la granada, las rosas amarillas.
Pero volvamos a la primera imagen. El formato es el pequeño de las instantáneas, debe ser 5x5 con márgenes blancos en los bordes, de donde iba pegada la película que emulsiona en un tiempo que hay que contar pausadamente para arrancarla y dejar a la vista la imagen positiva.
En el recuadro se ve el perfil del cerro al amanecer, una claridad que recorta la silueta exacta del Ávila, en primer plano “el cuartico” de la casa, construido años después de mudarnos, donde estaba la lavadora, los peroles, los libros que ya no cabían adentro. Para lograr esa foto había que enfocar a lo alto y así no salía todo el edificio que queda justo arriba, al centro de mi calle y que anunciaba la entrada a la cuarta etapa de la urbanización[1].
Esta acción, de salir al patio y voltear la mirada atrás para ver la montaña, la repetiría innumerables veces a lo largo de la vida.
La parte del Ávila que da al mar tiene una particularidad que no le conocen los caraqueños por vivir en el valle, y es que la pendiente es muy pronunciada y realmente se vive en la franja que queda entre el mar y el cerro y se van tomando las faldas de la montaña, subiendo por sus pliegues de agua, de ríos y quebradas. De manera que nos da una sensación de “presencia” muy fuerte, al ver ese perfil recortado por el azul marino del cielo guaireño.
Con el recuerdo me viene una certeza: debe ser diciembre porque en abril esa parte de la montaña se llena de puntos amarillos de los apamates y araguaneyes en flor. No los veo.
***
[1] El edificio que se ve sobre el techo en el lado izquierdo es el Cerromar, donde al momento del desastre un impostor (impostarse en la desgracia!! Vaya país que tenemos) llamaba a las radios de Caracas diciendo que se encontraba tapiado y así se convirtió en un símbolo del esfuerzo por rescatar a la gente, aunque después se descubrió el fraude y se supo que el hombre quería llegar hasta allí y que el gobierno le regalara una casa cuando lo salvaran. Estas situaciones de “comedia” se cuentan varias a raíz del desastre. Sacar provecho de la tragedia de otros. Puro zamurismo social.
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