viernes, 18 de diciembre de 2009

TERRAL (Fragmento III)


La Guaira entre la memoria y el olvido


La primera fotografía. Salir al patio en pijama y usar la Polaroid que me regaló Romer, (debe ser abril o diciembre), debo tener 8 o 9 años.

Aun conservo esa foto, oscura, borrosa, con la bruma del amanecer y la memoria, es curioso, se supone que a partir de las fotografías, “que congelan imágenes en el tiempo”, recordamos eventos, situaciones o personas; con esta imagen me ocurre lo contrario. Tengo impreso en la piel el frío de esa mañana, el aire suave que baja muy temprano desde La Silla de Caracas, los colores del amanecer, el viento que sopla de tierra que mi padre presintió cuando le puso el nombre a la casa, porque a pesar del calor continuo del día siempre bajaba de la montaña un terral refrescante.

Como decía, el recuerdo está fresco después de treinta años. El levantarme con sigilo y ansiedad, para no despertar a los demás en la casa y por probar la cámara que saca fotografías instantáneas. Luego de abrir con cuidado la puerta corrediza que da al patio salgo y comienzo a ver por el visor de la máquina; que recuerdo grande, pesada y negra, ajustando los posibles encuadres.

La definición perfecta me la da enfocar al sur, voltear, porque la costa siempre es el frente, y encontrar justo La Silla de Caracas que resguarda nuestra casa en Los Corales. Después ensayaría tomando fotografías en el patio, a los frutos de la granada, las rosas amarillas.

Pero volvamos a la primera imagen. El formato es el pequeño de las instantáneas, debe ser 5x5 con márgenes blancos en los bordes, de donde iba pegada la película que emulsiona en un tiempo que hay que contar pausadamente para arrancarla y dejar a la vista la imagen positiva.

En el recuadro se ve el perfil del cerro al amanecer, una claridad que recorta la silueta exacta del Ávila, en primer plano “el cuartico” de la casa, construido años después de mudarnos, donde estaba la lavadora, los peroles, los libros que ya no cabían adentro. Para lograr esa foto había que enfocar a lo alto y así no salía todo el edificio que queda justo arriba, al centro de mi calle y que anunciaba la entrada a la cuarta etapa de la urbanización[1].

Esta acción, de salir al patio y voltear la mirada atrás para ver la montaña, la repetiría innumerables veces a lo largo de la vida.

La parte del Ávila que da al mar tiene una particularidad que no le conocen los caraqueños por vivir en el valle, y es que la pendiente es muy pronunciada y realmente se vive en la franja que queda entre el mar y el cerro y se van tomando las faldas de la montaña, subiendo por sus pliegues de agua, de ríos y quebradas. De manera que nos da una sensación de “presencia” muy fuerte, al ver ese perfil recortado por el azul marino del cielo guaireño.

Con el recuerdo me viene una certeza: debe ser diciembre porque en abril esa parte de la montaña se llena de puntos amarillos de los apamates y araguaneyes en flor. No los veo.

***


[1] El edificio que se ve sobre el techo en el lado izquierdo es el Cerromar, donde al momento del desastre un impostor (impostarse en la desgracia!! Vaya país que tenemos) llamaba a las radios de Caracas diciendo que se encontraba tapiado y así se convirtió en un símbolo del esfuerzo por rescatar a la gente, aunque después se descubrió el fraude y se supo que el hombre quería llegar hasta allí y que el gobierno le regalara una casa cuando lo salvaran. Estas situaciones de “comedia” se cuentan varias a raíz del desastre. Sacar provecho de la tragedia de otros. Puro zamurismo social.

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