En las diversas piezas de cerámica expuestas en esta
muestra podemos vislumbrar un conjunto o búsqueda temática y formal, que se
despliega según las intenciones de esta artesana venezolana. Seguramente no la
encontraremos al tratar de diferenciar su hechura en el tiempo como si de
momentos distintos se tratara, pues la mayoría son contemporáneas, tampoco al
clasificarlas según las técnicas usadas porque son todas piezas torneadas,
decoradas con engobes y esmaltes, y quemadas a alta temperatura, con volutas,
grecas y otras figuras en secuencia decorativa. Intentando dar alguna clave que
ayude a comprender qué les une, aun en su aparente diferencia, en la resuelta
vocación utilitaria de las vajillas o en la búsqueda del diseño de las otras
series, podemos decir que son piezas contenedoras del tiempo.
Dice Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra, que en la estética japonesa hay una
intención que la cultura occidental no entiende y pone en peligro: captar el
enigma de la sombra. Un cierto sentido natural de armonía de luz y sombra, que
la cerámica japonesa no suele tener y que el autor desdeña por su brillo
superficial, gélido, en clara desventaja con los utensilios lacados de uso
tradicional en Oriente. No se reduce la sombra a ser contraparte de luz o
brillo, hay algo de profundidad, de sueño, de enigma o misterio, pero también
de tranquilidad o de otros reflejos, quizás más profundos que sólo en el uso de
los utensilios se percibe.
Nos preguntamos si en la cerámica de Dana López
estas cualidades de sombra aparecen, y de qué manera; cuáles intentos de
resolución de este enigma atraviesan estas piezas, y de dónde viene ese vínculo
que busca develar con cada trazo del buril, como si del interior de cada una
emergiera en líneas y color. En las dos primeras series vemos vasijas o globos que
van formando distintos acercamientos a las modulaciones de los claroscuros, hay
un juego sutil de la ceramista con los elementos (engobes, óxidos), donde esta
amalgama de substancias ha dado obras que pueden armonizar con la sombra.
Encontramos cualidades de sombra, una cierta
impresión de nocturnidad, de claridad de ensueño, que se relaciona con el
enigma de las figuras de los petroglifos o de las pinturas rupestres
venezolanas, que fueron punto de partida para el ensayo de líneas y formas de
muchas de las piezas que vemos, pero que no se queda en la copia formal o el
intento de “rescate” de representaciones primigenias. Los gestos para hacer
cada surco sobre las piezas, en momentos en ilusión de cubrir todo el espacio,
nos recuerdan lo corporal en la alfarería, lo que tiene de trabajo y de
expresión, donde la técnica del esgrafiado obliga a las manos a una nueva
intervención de la arcilla, ha desvelar formas y colores que parecen surgir de
la materialidad de las obras, como si de un trozo de tiempo se tratara y el
paciente trabajo de Dana dejara al descubierto su imagen, o al menos restos de
ella. El gesto entonces se transforma en recurso expresivo que en su insistente
repetición deja ver influencias de la cerámica prehispánica, de petroglifos y
pinturas rupestres o de la cestería de los indígenas Yekuanas del Amazonas
venezolano.
Quizás por eso estas piezas evitan cerrarse en
volúmenes formales y en juegos de abstracciones que se pueden generar con los
colores de esmaltes, y por el contrario dejan ver, mediante los trazos y signos,
que lo infinito está en lo concreto, y que su progresión en imágenes es una
forma de imaginar lo invisible. En esos ritmos se expresa el tiempo, el de la
creación pero también el del uso o la contemplación. O es que acaso las
constelaciones, las otras las celestes, no son también trazos imaginarios sobre
otras superficies, conjuntos armoniosos que esperamos que “aparezcan” ante
nuestros ojos en la oscuridad, aun sin saber sus nombres ni tener referencias
para completar sus dibujos, cargados de antiguas mitologías o incluso de claves
de migración, como el símbolo de la Cruz
del Sur.
En cambio las esferas, hermosas y que invitan a la
contemplación prolongada, nos llevan, casi instintivamente a hacer el espacio
cóncavo entre las manos y tomarlas, para por medio de este gesto apreciarlas
mejor, como si existiera una memoria de la forma, de ese eje invisible que se
origina en la arcilla centrada en el torno, que se resuelve en la pequeña
abertura del centro, que da imagen de una cierta tranquilidad, aunque el
movimiento y otras formas siguen debajo, en aguas más profundas. El esgrafiado
busca desvelar esas corrientes.
En un esfuerzo por escapar de la ya insostenible
separación de las producciones estéticas entre arte y artesanía, entre lo
concreto y lo abstracto, o el uso y la contemplación; lo cierto es que cada una
de estas piezas nos invita a un encuentro cotidiano, y que en su uso se realice
un hecho estético. En todas las series
nos encontramos ante objetos o utensilios que poseen la cualidad de ponernos en
relación cultural.
Los gestos repetidos de la artesana sobre la
arcilla, y las esgrafías en sus trazos imaginarios anuncian nuevos centros y conjunciones,
en complicidad con las formas, que caben entre las manos para el alimento o el
simple tacto, son ensayos para desvelar la trama de la noche en sus pliegues de
luz, tenues, inciertos, centelleantes.