martes, 2 de diciembre de 2008

Tláloc. La soledad de un dios en DF

El 12 de enero de este año viajamos a Ciudad de México, donde estuvimos por ocho días que transcurrieron entre el descubrimiento, la maravilla por los excesos de los mexicanos y los cuidados de una amiga entrañable y su familia. Sólo al regresar a Caracas nos enteramos de la muerte de Adriano González León que ocurrió el día de nuestra partida.

Una de las impresiones más contundentes de ese país amable y contradictorio se la debo precisamente a este escritor; de eso van estas líneas. No es un In memorian ni ningún tipo de homenaje, tampoco pretendo equiparar  recorridos con los del escritor, aludiendo a un compartir en la barra de un bar de las Mercedes o de la Solano, o pretender siquiera que por tomar algunas de sus clases en la Central el viejo supiera de mi existencia. No,  simplemente que en esos días de acercamiento a México tuve muy presente sus relatos.

Adriano González León. Lentes, paltó a cuadros, casi siempre llegaba con algo de retrazo. El salón ya repleto, el más grande de la Escuela de Letras de la UCV. Los pupitres ocupados, gente parada conversando y Adriano abría la puerta no sin dificultad, siempre con las manos ocupadas con libros, revistas y carpetas; detrás un séquito de estudiantes que lo abordaban apenas pisaba el pasillo de la escuela. La cátedra era la de “Literatura Latinoamericana”, su narración iba de Netzahualcóyotl a Cortázar, de Juan Rulfo  al popol vuh, del Inca Garcilazo de la Vega a Carpentier.

Verán, descubrí que Adriano hacía de sus clases un performance, una puesta en escena donde la palabra abría el espacio, entonces este personaje pequeño y rechoncho entraba en acción y el auditorio quedaba hechizado. El dar clases le ayudaba a acercarse a otras formas del decir, que no encuentra resolución sólo en la palabra escrita. Este performance de la docencia, así asumida, seduce, es el puente ideal entre el conocimiento y las formas de comunicarlo. Al terminar la clase y salir a la noche de Tierra de Nadie intentábamos digerir lo que el seductor nos hubiera servido ese día. Muchos cuentos escuchamos en sus clases, que eran como asistir a una función continuada de la memoria latinoamericana.

Su narración nos embelezó  de tal manera que siempre hemos recordado este episodio de la historia reciente de México. De seguro comenzó hablando de la importancia del dios Tláloc en la cosmovisión azteca, de sus dioses pares Chaac Mol y Cocijo entre  Mayas y Zapotecas, respectivamente. Los que comandaban las fuerzas del rayo, trueno tormenta y lluvia en la mesoamerica prehispánica.

El dios yacía en una quebrada, hasta allá iban los pobladores a visitarle, era parte de su cotidianidad. En abril de 1964, los habitantes de San Miguel de Coatlinchán asisten incrédulos  a los trabajos de remoción de la mole de piedra, grúas, obreros, camiones y visitas de expertos. La gente no reacciona hasta la víspera de su partida, entonces pinchan los cauchos de los camiones, cortan las guayas que apresan la imagen; y como siempre, las autoridades deciden, desde el miedo, la intervención del ejército en la pequeña población para controlar la poblada que no quiere entregar con ninguna gentileza inventada su patrimonio. Los habitantes de Coatlinchán hoy en día se lamentan de haber dejado partir la gran piedra con la imagen sin terminar del dios de la lluvia. Ha cambio del saqueo reciben la electricidad, les construyen una escuela y un centro de salud. Una réplica que prometieron instalar allá la han llevado solo 40 años después, y no está en la cañada que alimenta el lago Texcoco, como quería la población, sino en una plaza al centro con fuente de agua.

Consecuencias: la lluvia abandonó a esta población a un futuro de desierto. Continuidad del mito: se dice entre los pobladores de San Miguel de Coatlinchán que conocen la ubicación de otra imagen igual de colosal de la diosa “Chalchiuhtlicue”, compañera de Tláloc asociada a la tierra, las aguas del río y la fertilidad, y que clandestinamente le llevan ofrendas al lugar donde apenas florece, pues no quieren que la voracidad coleccionista de los arqueólogos también les robe este resto sagrado que les queda, y el temor a desatar la ira de viejos dioses de piedra que no perdonarían esta nueva afrenta.

El dios va tirado sobre sus espaldas, la plataforma que lo lleva es remolcada por dos camiones, como el traslado avanza lento la gente se le acerca a los largo de los casi 40 kilómetros que pasan en peregrinación de Coatlinchán a Ciudad de México. Las autoridades querían hacer una fiesta en el Zócalo a la llegada del dios, pero comenzó la lluvia.

No recuerdo si dijo que había estado ahí, pero igual nos imaginamos el episodio con González León viendo pasar los camiones que llevan a Tláloc en medio del aguacero feroz, de la población atemorizada, pues aún estos dioses son sagrados y temidos y desatan sus furias.

En Ciudad de México es obligatoria la visita al Museo de Antropología, así que cumplimos con ese ritual. A medida que avanzamos por las salas y jardines nos acordábamos de las clases de Adriano González León, pero no encontramos al dios exiliado.

La búsqueda por todo el museo y encontrarlo sólo a la salida, donde nadie voltea. Aun afuera decidimos buscarle según la guía del relato de Adriano, hasta dar con el monumento de este dios de la lluvia que perdura en piedra, con su inacabado rostro.

Al anochecer las sombras terminan de delinear las facciones de piedra de Tláloc, que ya es parte de la cotidianidad del tránsito veloz por Reforma. En el museo no lo mencionan, en el catálogo de las colecciones no se encuentra su imagen. El poder consiguió una forma de invisibilizar la mole divina. El espejo de agua, que como laguna oscura, protege de posibles intromisiones y daños a la pieza, también evita adoración y cercanía. Es un dios abandonado en una ciudad de millones. Se pasa a su vera para entrar o salir al estacionamiento del museo. Los músicos y danzantes voladores de Papantla, que cuelgan de un poste atados a un pie, tienen más público que este dios solitario, sólo con su reflejo en el agua que lo cerca.

Lo veo desde el otro lado de la avenida Reforma y las facciones cobran carácter, se completa de claroscuros lo que los escultores no pudieron terminar. Se impone a la mirada y aun intimida esa fuerza contenida en piedra.

-Adriano González León murió el 12 de enero de este año, no se si este relato lo dejó por escrito, en todo caso su charla amable de andino caraqueñizado nos dejó una marca, que podemos encontrar en la memoria, mas allá de sus libros, aquellos que tuvimos la oportunidad de escuchar sus relatos que hacían las veces de clases. Hará cosa de veinte años de esto. Esa visita a Tláloc la hicimos siguiendo la narración del escritor, quien aseguraba que esos episodios daban vida a la imaginería de todo el continente, donde un dios de piedra, aun apresado en sus 150 toneladas, desata tormentas y temores. Desde allí puede comenzar siempre la literatura.