domingo, 19 de septiembre de 2010

La vida de los objetos






Para Rodrigo, quien solía ser mi guía en estos mundos.
¿Cuáles objetos marcaron nuestra irrupción cotidiana en la modernidad? De niño solía jugar o aterrorizarme ante la visión de ciertos objetos que mi padre tenía en el apartamento. Un kit para inyecciones en su estuche todo de acero, en desuso pero temible en su frialdad; una cámara filmadora de 81/2 mm y su proyector, donde podíamos ver pequeñas películas familiares y algunas cintas de comiquitas y documentales; un largavista enorme, negro y pesadísimo; un tocadiscos portátil, con estuche negro, que en las mañanas sonaba a Beethoven, con varios ajustes para el eje donde revolucionan los LP; y finalmente el televisor de la sala, grande, como una lupa gigante, en su caja de madera con patas, en blanco y negro por supuesto, que en realidad era una escala de grises y un botón para manipular el brillo, que hacía desaparecer los contornos de los objetos y las personas en la pantalla. La nevera y la lavadora, por su uso tan diario, perdieron rápidamente su aura; el carro, un Ford Fairlines, simplemente posibilitaba las salidas de playa y luego las visitas a la casa en construcción en la Guaira. Otros objetos eran menos que importantes, sólo útiles, mesa, sillas, camas, literas, cocina, muebles; indispensables para vivir pero sin la importancia de los objetos que nos daban entrada a otro mundo, del que no entendíamos su funcionamiento, pero si su función. La vida de estos objetos sólo es importante en tanto nos acerca al reconocimiento de nuestra propia vida y sus relaciones.
Éramos 11 en el apartamento, en un pequeño edificio de un complejo de viviendas construidas por el Banco Obrero en Catia, Caracas. Entre veredas de casas anteriores al complejo, se levantaban los edificios con 5 o 6 pisos, escaleras grandes, patio delantero, y una zona de jardines y canchas deportivas en la parte de atrás. Cinco varones y cuatro hembras, mamá y papá, y en los últimos tiempos un perro, no cualquier perro: un Pastor Alemán. Tres habitaciones, sala-comedor, cocina, lavadero y tendedero al aire libre, de esos que son como estrellas tejidas de alambre, y el baño. El cuarto de las hembras el más chico, el de los varones grande pero con bibliotecas adosadas a las paredes, del piso al techo, y todos los libros, cuyo olor aprendí a amar desde entonces.
Ese mundo, donde estos objetos cobraron vida social, uso y desuso, que a mis primeros 6 años de edad se me figuraba enorme, de seguro era muy pequeño para la convivencia de tantas personas. Pero sólo recuerdo peleas entre hermanos por la distribución de favores y beneficios de parte de mamá, quien organizaba y regía ese microcosmos.
A la inyectadora no recuerdo verla en acción, pero al abrir su estuche de metal, quedaba expuesta una manufactura de instrumento de tortura o de medicina moderna, que a los efectos tienen muchas correspondencias. Despedía un olor a alcohol y a cosas malas que aun hoy en la memoria no es grato. Tener al cuello el largavista era una proeza, lo mejor era subirse a una de las literas y ver hacia la cancha. De vez en cuando se podía abrir una de las tapas de los lentes y sacar un prisma, objeto raro si los hay, en su mediación entre el hielo y el espejo, que derrite la luz que le atraviesa y la refracta en otra dirección. La filmadora no era de fácil obtención, pero tenía muchos y pequeños objetos: cintas de varios colores y tamaños, plaquitas de plomo para pegar las cintas, limadura de hierro, frasquitos de varios tamaños, varios juegos de lentes con sus filtros de colores y un estuche de cuero. Al tocadiscos no tenía acceso, pero recuerdo bien los discos de 45 y 35 rpm, de pasta gruesa. El televisor era el más próximo de los objetos de la modernidad a mi mano, frente a él pasé muchas tardes y noches, comiquitas y series norteamericanas de varias décadas anteriores eran el menú principal.
Estos objetos no perdieron su aura, al contrario, como evocación de lejanía como recuerdo, conservan su unicidad (que no lograban ni la lavadora, ni la nevera, ni el carro), eran objetos únicos en su inserción en la vida de la familia, no porque no fueran de producción masiva y de técnica industrial, sino por moldear una sensibilidad, un estado de alerta estético y vital. En su mayoría estaban llenos de una percepción estética de lo espacio-temporal, allí radica su valor cultural. Por más cerca que los tuvimos, conservaron un enigma, y nos daban entrada a la sensibilidad de una época, al descubrimiento de los sentidos más exaltados por la modernidad, el oído y la vista. Formaron parte de nuestra primera educación sentimental.