lunes, 26 de agosto de 2019
jueves, 7 de marzo de 2019
domingo, 3 de diciembre de 2017
jueves, 2 de julio de 2015
Barrunto en mi
corazón
Para Betty Mendoza, que gusta de estos escritos
y con quién me encadeno con este y otros temas
Una peculiar versión de Lamento Jíbaro del Gran Combo de Puerto Rico, cantan Charlie Aponte y Gilberto Santa Rosa
En una entrada anterior
en este blog, La vida de los objetos,
recordaba que el tocadiscos de mi casa por las mañanas tocaba Beethoven. Sin embargo,
la educación musical de esos primeros años (6 0 7 tendría) se alimentó más de
lo que se tocaba durante el resto del día, primero el tocadiscos en Catia y
luego el Picó en Los Corales cuando nos mudamos a la Guaira. Y ellos lo que
tocaban el resto del día era Salsa; y se repetían las canciones incesantemente.
Dos canciones
marcan el recuerdo de esa mudanza; que fue progresiva pues “bajábamos” a la
Guaira los fines de semana para estar un rato en la parcela y ver los avances
de la construcción de la casa hasta el cambio definitivo; la primera Lamento Jíbaro en la voz de Andy Montañés
y la orquesta del Gran Combo de Puerto Rico, y Se me perdió la cartera cantada por Junior González con la orquesta
de Larry Harlow. Ambas sonaban por el Caribe en 1974.
La gran influencia
de la cultura popular puertorriqueña y nuyorican en esos años era insuperable,
y nos llegaba en letra y música. Sumemos allí a Ismael Rivera y sus cachimbos,
Ismael Miranda, La Sonora Ponceña, Cheo Feliciano, Fe Cortijo, el Tite Curet
Alonso, Rafael Hernández, Rafael Cortijo, Rafael Ithier, Tito Rodríguez, Bobby
Capó, Willie Colón, Héctor Lavoe, Luis Perico Ortíz, Ray Barreto, Papo Lucca,
los hermanos González (Andy y Jerry), Marvin Santiago, y tantos más.
Aunque los
venezolanos tenemos vívida la experiencia caribeña, a los isleños (de Cuba,
Puerto Rico y República Dominicana para referir a las islas con las que
compartimos idioma) les cuesta ver la cuenca caribeña completa, e incluso eso
que Alejandro Calzadilla llama “el Caribe ampliado” que pasa necesariamente por
New York, en ocasiones por Miami y hasta por New Orleans. Quizá algo de esto se
encuentra en su necesidad de intentar de dejar siempre fijas sus fronteras
culturales por estar al centro de constantes intercambios por su condición portuaria.
Una historia se me ocurre para ilustrar esta paradoja de la condición de
isleños, es aquella que relata el escritor cubano Leonardo Padura en el prólogo
a la segunda edición de El libro de la
Salsa de César Miguel Rondón. Cuenta Padura que los cubanos llegaron tarde,
dando traspiés y cabezazos al encuentro con la Salsa, que durante los años 60 y
70 la isla de llenó de sonidos de quenas y tamboritos andinos, en la línea que
la dirección política entendía como la latinoamericanización de su cultura. Si
acaso algún “especialista” denunciaba que estaban saqueando la herencia musical
cubana y que eso llamado Salsa era un engendro comercial y capitalista sin
ninguna importancia, una falsedad artística sin valor musical. Ese bloqueo cultural
a lo que ocurría en el Caribe se lo impusieron ellos mismos. El concierto de
Fania en la Habana en 1979 y la visita de Oscar D´ León en 1983 marcaron el comienzo
del cambio. Algunos cubanos continuaron con las diatribas irresolubles, por
estériles en su planteamiento, sobre la inexistencia de la Salsa porque eso era
música cubana que les habían robado y nada más.
En ocasiones
pareciera que los puertorriqueños tienen cierta incapacidad para ver su
influencia en la cultura de todo el Caribe, y al mismo tiempo para sopesar las
influencias recibidas. Su trayecto histórico de nación aun colonizada les
condiciona. En un libro publicado recién por la editorial El Perro y la Rana
encontramos, bajo el cuidado editorial del pana Lenin Brea, una antología de
ensayos recopilados por César Colón Montijo, el resultado es Cocinando suave: ensayos de Salsa en Puerto
Rico, contiene 18 trabajos que exploran el vínculo cultural de la Salsa
desde amplias perspectivas: desde los estudios culturales, la poesía, la
imagen, la muerte, los géneros, la comercialización etc. Un dato no puede pasar
desapercibido, casi todos los escritores estudiaron y viven o vivieron fuera de
la isla, y esa mirada a distancia enriquece la visión. Creo que es lectura que
mucho nos puede aportar para comprendernos como parte de esa cultura.
Es tan fuerte
esta influencia que hasta podemos reconocernos y hermanarnos por una sola
coincidencia salsera puertoriqueña. Así nos paso con Oswaldo Marchionda cuando
estudiando antropología en la Universidad Central de Venezuela nos reconocimos
al intervenir al unísono para corregir a un compañero que quería dictar cátedra
sobre la más reciente canción de Sergio Pérez El jalajala, que él juraba era nueva. Entre ambos le hablamos de
Richie Ray y Bobby Cruz y sellamos con una mirada de reconocimiento la amistad
que todavía perdura. Al compañero que profanó nuestra identidad lo perdonamos
por su origen uruguayo.
Para cerrar esta
cadena otra anécdota. En una oportunidad mi queridísima cuate Amparo Sevilla me
preguntó cómo explicaba ese fenómeno de mi devoción por la Salsa y por las
danzas tradicionales y el que yo no bailara. En el momento no tuve respuesta. Hilando
este escrito encuentro lo que puede ser un fragmento de respuesta, quizá el
migrar de Catia a Caraballeda impidió en mí un desarrollo seguro del baile, y
en cambio la música si fue el puente de esa transición. O no, quizás es más
simple como alguna vez me dijo el mismo Oswaldo, al crucificarme: ¡Tú lo que
tienes son dos orejas de trapo!
![]() |
Acá tres de los implicados: Oswaldo Marchionda, Amparo Sevilla y Alejandro Calzadilla |
lunes, 14 de julio de 2014
Crónica de un juego que no vi
Para Oswaldo Marchionda, con quien comparto ambas pasiones.
No vi el juego entre Holanda y Brasil para definir
el tercer puesto del mundial de fútbol Brasil 2014, me enteré del resultado unas horas después. No
temo haberme perdido de un gran encuentro. En cambio en el mundial de 1998, se
jugó en Marsella el mejor partido entre estas selecciones. Del mejor juego de
ese mundial sólo vi la resolución final en penales, luego de que quedaran 1 a
1, con goles de Ronaldo y de Kluivert. Ese día cumplía años Juan Liscano.
A mediados de mayo de ese año me puse en contacto
con el poeta Juan Liscano, para pedirle una entrevista, aunque tenía dos
intenciones; primero entrevistarlo sobre la Fiesta de la Tradición, evento que
organizó para la toma de posesión de Rómulo Gallegos en febrero de 1948, e
invitarlo a participar de las Jornadas
“La tradición en la globalización” que se realizarían en octubre de ese
año. Habíamos conversado por teléfono y Liscano estaba renuente y dijo que lo
pensaría.
A principios de julio me devuelve la llamada el
poeta y accede a darme la entrevista, me
cita en su casa en colinas de San Román para el martes 7 de julio. Liscano
declinó la invitación al evento, pues su salud ya estaba frágil y sólo imaginar
su exposición al público lo ponía muy nervioso. Conversamos durante varias
horas, sobre su obra poética, la grave situación del país, sobre la Fiesta de
la Tradición, su trayectoria de vida y la búsqueda existencial de identidad, el
mito, lo misterioso, y el más allá. Confiesa el poeta que la idea de la muerte le
ocupa en ese momento, por eso recibe entrenamiento espiritual con un guía, y
tiene largas jornadas de meditación donde logra dejar su cuerpo físico y
vislumbrar otra dimensión, momentos de intensidad y tranquilidad; dice que todo
eso le ayuda a temerle menos a la muerte, que sabe próxima y le llena de
interrogantes.
Durante la visita nos movemos por el departamento,
comenzamos hablando en su biblioteca, pasamos a la cocina, me lleva por las
habitaciones para enseñarme algunos cuadros, hasta que nos sentamos en la sala
a terminar el diálogo. Un tiempo antes ha donado su biblioteca de varios miles
de volúmenes a la Biblioteca Nacional pero ya hay libros por todas partes, en
un momento me ofrece que escoja los que quiera y me los lleve. Apenado me
rehúso. Entonces abre un pequeño armario donde guarda sus libros y saca dos
ejemplares, una reedición que ha hecho de su primer poemario, Ocho Poemas; y una recopilación de
ensayos que publicó Monte Ávila en los 80, Fuegos
Sagrados. Me los dedica gentilmente.
En algunos momentos de la conversación escuchamos
gritos, y es ahí que me percato que el juego entre Holanda y Brasil está en
curso. Liscano, que está decepcionado del rumbo de la civilización occidental
conviene en que aún en el futbol se encuentran rastros de cierta simbología
telúrica, pero aborrece la mercantilización del juego, y las fanaticadas
fatuas.
Me dice que su decisión de involucrarse con los temas
de la cultura popular no la hizo desde la búsqueda de la objetividad sino como manera
existencial de nutrirse interiormente, y que a sus 83 años aun le sigue
nutriendo. Su desapego por la tecnología va en esa dirección, y confiesa: yo
tiendo cada vez a ser menos del mundo, me llevo conmigo los hechizos, los misterios, lo que
aprendí del folklore, lo que vi hacer a los hechiceros.
Su interés por el origen, el símbolo, lo arquetipal
y telúrico no son una temática a explorar ni una fase en su poesía como dicen
algunos críticos, sino vivencia intima. Para demostrarlo busca y lee algunos poemas
que está corrigiendo del poemario Sola
evidencia:
El hachador sigue hachando
pero el árbol, el jaguar y el venado
se detienen, cavilan, miran, huelen.
No entienden las llamas de la piedra.
Así son las potencias del hombre:
misterio de arder, segura ceniza.
El
poeta viviría sus últimos años en esa búsqueda espiritual muy personal, siendo
leal a sí mismo, sin compartir comparsa con la mayoría de intelectuales del
país que pasaron sin solución de continuidad del apoyo a la guerrilla a sus
cargos de burócratas del mismo Estado que decían aborrecer.
Aunque
conversamos cerca de cuatro horas sólo grabé fragmentos, al volver a escuchar
las cintas se oye al fondo la algarabía de quienes veían el juego en los
alrededores, las intensidades de los lamentos o las celebraciones, el partido
entre Brasil y Holanda atravesaba el tiempo extra luego del empate a un gol. Cuando
me monto en el taxi para bajar a la ciudad me informo de la situación del
partido y le pido al taxista que me lleve a la Universidad Central de Venezuela
donde colocaron algunos televisores en la plaza cubierta del rectorado, llego
justo a tiempo para ver la tanda de penales, las dos paradas de Taffarel a Cocu
y a uno de los hermanos De Boer.
Ronaldo,
Rivaldo, Roberto Carlos, Denilson, Bebeto, Dunga, Emerson, Kluivert, Seedorf,
Bergkamp, los hermanos De Boer, Van Der Sar, Davids, fueron algunos de los encargados
de ofrecer una fiesta que en su intensidad logró convocar en el terreno un
cierto aire mítico que este juego contiene y que no siempre aparece.
Pero
este juego no lo vi.
miércoles, 22 de mayo de 2013
Ensayos para desvelar la trama de la noche
En las diversas piezas de cerámica expuestas en esta
muestra podemos vislumbrar un conjunto o búsqueda temática y formal, que se
despliega según las intenciones de esta artesana venezolana. Seguramente no la
encontraremos al tratar de diferenciar su hechura en el tiempo como si de
momentos distintos se tratara, pues la mayoría son contemporáneas, tampoco al
clasificarlas según las técnicas usadas porque son todas piezas torneadas,
decoradas con engobes y esmaltes, y quemadas a alta temperatura, con volutas,
grecas y otras figuras en secuencia decorativa. Intentando dar alguna clave que
ayude a comprender qué les une, aun en su aparente diferencia, en la resuelta
vocación utilitaria de las vajillas o en la búsqueda del diseño de las otras
series, podemos decir que son piezas contenedoras del tiempo.
Dice Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra, que en la estética japonesa hay una
intención que la cultura occidental no entiende y pone en peligro: captar el
enigma de la sombra. Un cierto sentido natural de armonía de luz y sombra, que
la cerámica japonesa no suele tener y que el autor desdeña por su brillo
superficial, gélido, en clara desventaja con los utensilios lacados de uso
tradicional en Oriente. No se reduce la sombra a ser contraparte de luz o
brillo, hay algo de profundidad, de sueño, de enigma o misterio, pero también
de tranquilidad o de otros reflejos, quizás más profundos que sólo en el uso de
los utensilios se percibe.
Nos preguntamos si en la cerámica de Dana López
estas cualidades de sombra aparecen, y de qué manera; cuáles intentos de
resolución de este enigma atraviesan estas piezas, y de dónde viene ese vínculo
que busca develar con cada trazo del buril, como si del interior de cada una
emergiera en líneas y color. En las dos primeras series vemos vasijas o globos que
van formando distintos acercamientos a las modulaciones de los claroscuros, hay
un juego sutil de la ceramista con los elementos (engobes, óxidos), donde esta
amalgama de substancias ha dado obras que pueden armonizar con la sombra.
Encontramos cualidades de sombra, una cierta
impresión de nocturnidad, de claridad de ensueño, que se relaciona con el
enigma de las figuras de los petroglifos o de las pinturas rupestres
venezolanas, que fueron punto de partida para el ensayo de líneas y formas de
muchas de las piezas que vemos, pero que no se queda en la copia formal o el
intento de “rescate” de representaciones primigenias. Los gestos para hacer
cada surco sobre las piezas, en momentos en ilusión de cubrir todo el espacio,
nos recuerdan lo corporal en la alfarería, lo que tiene de trabajo y de
expresión, donde la técnica del esgrafiado obliga a las manos a una nueva
intervención de la arcilla, ha desvelar formas y colores que parecen surgir de
la materialidad de las obras, como si de un trozo de tiempo se tratara y el
paciente trabajo de Dana dejara al descubierto su imagen, o al menos restos de
ella. El gesto entonces se transforma en recurso expresivo que en su insistente
repetición deja ver influencias de la cerámica prehispánica, de petroglifos y
pinturas rupestres o de la cestería de los indígenas Yekuanas del Amazonas
venezolano.
Quizás por eso estas piezas evitan cerrarse en
volúmenes formales y en juegos de abstracciones que se pueden generar con los
colores de esmaltes, y por el contrario dejan ver, mediante los trazos y signos,
que lo infinito está en lo concreto, y que su progresión en imágenes es una
forma de imaginar lo invisible. En esos ritmos se expresa el tiempo, el de la
creación pero también el del uso o la contemplación. O es que acaso las
constelaciones, las otras las celestes, no son también trazos imaginarios sobre
otras superficies, conjuntos armoniosos que esperamos que “aparezcan” ante
nuestros ojos en la oscuridad, aun sin saber sus nombres ni tener referencias
para completar sus dibujos, cargados de antiguas mitologías o incluso de claves
de migración, como el símbolo de la Cruz
del Sur.
En cambio las esferas, hermosas y que invitan a la
contemplación prolongada, nos llevan, casi instintivamente a hacer el espacio
cóncavo entre las manos y tomarlas, para por medio de este gesto apreciarlas
mejor, como si existiera una memoria de la forma, de ese eje invisible que se
origina en la arcilla centrada en el torno, que se resuelve en la pequeña
abertura del centro, que da imagen de una cierta tranquilidad, aunque el
movimiento y otras formas siguen debajo, en aguas más profundas. El esgrafiado
busca desvelar esas corrientes.
En un esfuerzo por escapar de la ya insostenible
separación de las producciones estéticas entre arte y artesanía, entre lo
concreto y lo abstracto, o el uso y la contemplación; lo cierto es que cada una
de estas piezas nos invita a un encuentro cotidiano, y que en su uso se realice
un hecho estético. En todas las series
nos encontramos ante objetos o utensilios que poseen la cualidad de ponernos en
relación cultural.
Los gestos repetidos de la artesana sobre la
arcilla, y las esgrafías en sus trazos imaginarios anuncian nuevos centros y conjunciones,
en complicidad con las formas, que caben entre las manos para el alimento o el
simple tacto, son ensayos para desvelar la trama de la noche en sus pliegues de
luz, tenues, inciertos, centelleantes.
sábado, 11 de agosto de 2012
Las otras imágenes de Bolívar
Imagen tomada del blog: http://serdesobedientes.blogspot.com.ar/
Con la reciente presentación del “verdadero” rostro de Simón Bolívar se enlazan varios temas cuyo debate debería escapar de la banalidad política del momento en Venezuela. No es sólo a Bolívar a quien se quiere revivir, también se busca resucitar un cientificismo basado en el uso de la tecnología para conseguir la verdad, y vemos resurgir el mestizaje y por tanto un tipo de racialización de la sociedad como base de la supuesta identidad de la nación.
En el discurso del equipo encargado de esta labor de reconstrucción, se desliza cada tanto una justificación sobre la presunción de veracidad del trabajo realizado, cuando remiten a la objetividad científica con la que se logró la imagen de Bolívar. Aunque fue compuesta y reconstruida por humanos, se pone el énfasis en la intermediación de la tecnología para su prosecución. Es claro que el trabajo con los restos óseos marca el resultado, sin embargo, los detalles que graban la subjetividad expresiva de un rostro (cantidad, color y forma del cabello, vello facial y bigote, color de los ojos, arrugas, cicatrices, e incluso el volumen de la nariz) son mediados por la manipulación del “artista reconstructor”, y por las posibilidades de los software utilizados, en esos momentos se toman decisiones sobre el producto final que se muestra. Algo similar ocurre con la edad, la salud o enfermedad con que se quiera presentar al personaje; así mismo con la vestimenta con que se muestra, sea con la casaca de guerrero, con una sábana, o una apretada franelilla. Al manipular cada elemento el resultado sería distinto.
Esta nueva tecnología es otro mecanismo para crear imágenes, pero no puede tomarse como válido por sí mismo, ni más cercano a la realidad o a la verdad, sobre todo cuando se acompaña de un discurso, nada nuevo, que pone el énfasis en los rasgos “raciales” del personaje. La racialización de la definición identitaria no es más que una construcción que intenta apropiarse y hegemonizar las características de lo nacional. En este caso forzando el mestizaje como cualidad fúndante de la nacionalidad, que siempre se basa en la identidad por la “raza”, que siempre presupone una cierta “pureza” y grados de mezcla. Toda sociedad tiene discursos cambiantes que racializan su conformación, es decir, concibe, percibe, imagina y actúa en relación a ciertas concepciones sobre quiénes son blancos, negros, mulatos, mestizos, criollos, indios, morenos o catires. Lo que no se puede aceptar es que se le dé a esas caracterizaciones una base biológica o genética y se le quiera endilgar encima valores y hasta moralidad, en lugar de hacer una aproximación histórica, cultural, social y económica.
Existen extraordinarios trabajos sobre Bolívar, como los de Acosta Saignes, Carrera Damas, Alfredo Boulton, Mariano Díaz o Yolanda Salas. Sin embargo, esto me recuerda otras imágenes desconocidas, poco legitimadas, invisibilizadas. La del pintor uruguayo Bourse Herrera, una de Pedro Centeno Vallenilla y otra de Alejandro Colina. Si buscamos un poco en la web encontraremos hasta un Bolívar Queer como el que abre esta entrada.
El trabajo de grandes dimensiones del uruguayo, encargado en 1954 para la celebración de la Semana de la Patria, es un Bolívar canoso, de mirada altiva, con un medallón de W. Washington al pecho, aunque repite la iconografía de los retratos anteriores. El de Centeno titulado “Bolívar agricultor”, con gestos y posturas resueltamente homoeróticas pertenece a la colección del Estado y debería encontrarse en la residencia oficial de La Casona. La maqueta de Alejandro Colina del Libertador desnudo sobre un caballo, rindiendo la espada ante la ciudad y sus habitantes, planeada para la loma del Ávila nunca se desarrolló.
Podemos jugar a intercambiar rostros, vestimentas, posturas, dimensiones, como cualidades diversas de un prócer devenido en figurín.
Esta imagen se encuentra en el Archivo Histórico del Palacio de Miraflores
Imagen tomada del libro de Rafael Delgado sobre la obra de Pedro Centeno Vallenilla
Fotografía de Alexis Pérez Luna, tomada de su blog: http://www.alexisperezluna.com/
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